Carlos Araya Guillén - Los Cristianos en la Política

Sin lugar a dudas los cristianos son ciudadanos donde se alojan y descubren los  valores de una sociedad.  Lo expresan cuando comparten el compromiso de la dimensión social y política de su fe desde la opción preferencial por los pobres.

La realidad política, en cualquier país, no es una abstracción ni un mundo de vida imaginativa impreso en la  conciencia mágica.  Todo lo contrario. En su participación política el creyente tiene el deber de anunciar la buenas nuevas de justicia, honestidad y equidad con los pies entretejidos en la vivencia cotidiana de las coyunturas y circunstancias de una colectividad civil que se desarrolla buscando una realización más humana, solidaria, democrática y libre.

El político cristiano está llamado a denunciar, entre otras cosas, la corrupción y la explotación del hombre por el hombre. Está obligado a dar testimonio de su fe mediante una conducta profética de probidad que afirme la fuerza social de su esperanza en el advenimiento del reino de Dios. En este sentido la dimensión de la fe cristiana es conexa con la política.

El compromiso cristiano no es un acto religioso. La religión y la política no se combinan y están  muy lejos de una imbricación unitaria.  Las creencias religiosas privadas y familiares no se pueden trasladar a la actividad partidaria electoral. Tampoco los milagros judeocristianos. El fanatismo religioso es una contundente tragedia en la lucha por los votos. El dogma invisible de un culto se descubre en la liturgia santa de la iglesia y no en la contienda popular por ganar un proceso electoral.

Los creyentes no deben sacralizar la acción política porque los partidos no templos de adoración ni  museos de santos,  sino una fuerza social de personas imperfectas pero perfectibles que trabajan por los ideales en los cuales han depositado su adherencia a principios filosóficos.

Dios como principio trascendente de la política no juega el papel de un gran “brujo” sino la aceptación de un valor universal  para no caer en el hedonismo materialista y ateo.  Se trata de ver en el Javhé judaico la posibilidad de construir una verdadera identidad de ella, como sustrato ineludible del pensamiento crítico y a la regulación racional.

Para un cristiano la política no es ni puede ser nihilista y perderse en los laberintos de la “nada”. En la política impera la presencia y grandeza del espíritu humano, así como, la racionalidad originante, constitutiva y creadora del bien común. Toda la realidad política se reduce a un despliege personal de la conciencia de sus protagonistas. Es contingente, pero discursiva y analítica. Captar sus cometidos e intencionalidad es el desafío de creyentes y no creyentes porque en  el núcleo ontológico del quehacer político se descubre la esencia misma del ser humano.

Por eso, la política actual no puede sustraerse a la irrupción del espíritu cristiano ni a los impulsos de su  férrea voluntad de servicio. Los pastores pueden coadyuvar con apetito y transparencia a la victoria de un partido político, pero les está vedado abandonar la unción del espíritu santo de su ministerio y sustituirla por el instinto partidario de figurar en el escenario de los puestos y avatares de la política. Mucho menos utilizar el nombre de Dios en vano para declararse vencedor antes de las elecciones en obediencia a una voz de inspiración celestial.

Justo es afirmar que los políticos cristianos en razón de su fe, deben dignificar la política y descubrir en su praxis una forma superior de amar al prójimo. La arenga y el discurso con apetitos de obtener beneficios individuales y familiares inciden y dañan la causa bíblica de la redención. Al fin y al cabo el signo de adversidad de un creyente es ser cristiano en todas las esferas de su vida, menos en la política.

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