Juan Gregorio - El Pueblo de Israel

La fundación del pueblo de Israel se remonta desde los inicios de los patriarcas: Abraham, Isaac y Jacob. A Jacob, que en hebreo significa suplantador, Dice la Biblia que Jehová le cambió el nombre por el de Israel, que significa en hebreo: “el que luchó con Dios… y venció” (Génesis 32:28). Jacob luchó con Dios para asegurarse de que tendría la bendición de Él. Y, “Dios lo bendijo” (Génesis 32:29).

A Jacob Dios lo bendijo con doce hijos, cuyos nombres son: Rubén, Simeón, Leví, Judá, Dan, Neftalí, Gad, Aser, Isacar, Zabulón, José y Benjamín. Los descendientes de cada uno de estos hijos formaron una tribu, las cuales tomaron el nombre de cada uno de ellos. Excepto José, de quien no se formó una tribu en su nombre, pero se formó una tribu de la descendencia de cada uno de sus dos hijos: Efraín y Manasés.

Por una hambruna que golpeó a Canaán en ese tiempo, Jacob, ahora Israel, tuvo que emigrar a Egipto. Para entonces, su hijo José era el gran Señor de la tierra Egipto. La providencia de Dios permitió que José fuera vendido por sus hermanos a unos mercenarios que iban para Egipto. Estos lo vendieron a Potifar, quien era jefe de la guardia personal de Faraón. Por una falsa acusación de la esposa de este, José fue enviado a prisión. Pero, de acuerdo con la historia bíblica, de ahí lo levantó Dios para llegar a ser el segundo después de Faraón, en el gobierno de todo Egipto.

Después de 400 años, Dios levantó un libertador, Moisés, para que liberara a su pueblo de Egipto, porque el Faraón ya los tenía esclavizados con mano dura; porque se estaban multiplicando rápidamente, y podrían ser una amenaza para la estabilidad del gobierno faraónico. Para liberar al pueblo de Israel de la esclavitud egipcia, Jehová tuvo que castigarlo con diez plagas, porque Faraón no quería dejar salir al pueblo de Israel fuera de su territorio para ir a adorar a Jehová en el desierto. No fue sino hasta la última plaga, la muerte de los primogénitos, que Faraón los dejó salir de Egipto.

El pueblo de Israel encaminó sus pasos para la tierra de Canaán, la tierra que Jehová prometió a Abraham que sería para su descendencia. Para eso tuvieron que pasar por todo el desierto del Sinaí. En ese trayecto, Dios se manifestó a ellos como un Dios de amor y de poder. Pasaron el mar Rojo en seco. Les dio de comer maná que caía del cielo. Los sequedales Dios los convertía en manantiales para que tomaran agua, ellos y sus ganados. Allí en el Sinaí, Dios les dio leyes civiles a través de Moisés, para su coherencia social. También les ordenó un calendario con fiestas semanales, mensuales y anuales, en las que se llevaban a cabo ritos y ceremonias, las cuales, todas apuntaban al Mesías que vendría.

Hasta los 40 años de haber salido de Egipto, entraron a Canaán. Y esta fue la segunda generación, porque la primera, toda murió en el desierto, como consecuencia de su desobediencia y falta de fe en Jehová quien los había sacado de casa de servidumbre en Egipto. Moisés tampoco entró, por un pecado de presunción que cometió en el desierto, cuando sacó agua de la peña en Horeb, sin dar la honra a Jehová. Jehová solo le permitió ver la tierra prometida de lejos.

Lo interesante es que, en todo este trayecto, todo ciudadano de esta naciente nación, no perdieron su identidad de la tribu a la que pertenecían; cada quien reconocía su tribu y sus príncipes, o jueces de la misma. Cuando Moisés construyó el tabernáculo en el Sinaí, cada tribu tenía su propio campamento alrededor del tabernáculo. Cuando entraron a la tierra de Canaán bajo el mando de Josué, este repartió el territorio a cada uno de las tribus, de acuerdo al número de habitantes de cada una de ellas. En el período de los jueces, que duró aproximadamente 300 años, cada tribu reconocía su identidad y su territorio. Lo mismo sucedió en el tiempo de la monarquía. Incluso hoy en día, la mayoría de los israelitas saben a qué tribu pertenecen. De manera que, cuando decimos “EL PUEBLO DE ISRAEL, le estamos dando honor al padre de las doce tribus de Israel.

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